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El escritor, con el oficio por dentro

Por: María Elena Lavaud

Solo después de haber leído El Oficio por Dentro, de Ana Teresa Torres, lo comprendí todo. Escribí por instinto mi primera novela, Días de Rojo, sin racionalizar o cuestionar las resoluciones que iba tomando a medida que andaba el camino de cada página en blanco. Ese camino duró seis años y tuvo más de una alcabala: desde un disco duro que decidió pasar a mejor vida sin avisar, devorándose el desvelo de tres años, hasta una historia que, al ir plasmando en la novela, comencé a vivir al calco en mi vida personal. Cuando pude concientizarlo, dejé de escribir, y así estuve por dos años.

Tuve que mudarme, y al cabo de otro año más, me atreví a enfrentar la página en blanco de nuevo, pero con otro ánimo. Gracias a que por costumbre suelo imprimir lo escrito, pude retomar el manuscrito casi por completo. El disco duro solo se había tragado los dos últimos capítulos, pero ya no era lo mismo; o tal vez la que no era la misma era yo.

La historia sufrió cambios importantes de fondo y de forma, hasta que finalmente la terminé, pero en esos minutos que toma redactar el párrafo de cierre, un extraño impulso me hizo elaborar un final abierto, sugerido; tal vez un montaje constructivo, de esos que ocurren cuando el lector recibe elementos sueltos para que construya el mensaje de forma autónoma en su imaginación, y según sus propios códigos. Lo previsto era la muerte implacable de Mauricio, el protagonista, por traidor. En el último minuto, una voz interior me dijo “no puedes hacer eso; tú lo sabes bien”. Entonces obedecí y llegué a ese final abierto que, además, se convirtió en uno de los guiños que más me gustaron de esa historia novelesca del primer intento de golpe de estado en Venezuela en 1992, con harto contenido autobiográfico, para colmo.

Al año siguiente de ser publicada esa primera novela, otra casa editorial me planteó el reto de viajar a Cuba, y contar la historia sensible y cotidiana de la gente luego de más de 50 años de revolución. Corría el idilio político de los gobiernos de Venezuela y Cuba, algo que permanentemente cuestionaba en mis programas de radio y televisión. El reto de aquel libro me ponía ante un escenario tan alentador como el de la visita del lobo a la casa de la abuela de caperucita. Mi respuesta fue categórica. De ninguna manera haría ese viaje. Ya habían sido suficientes dos atracos a mano armada en mi propia casa y dos intentos de secuestro en mi propio país, como para arriesgarme a visitar cándidamente aquel mar de la felicidad.

Un mes después de esa respuesta categórica, estaba rumbo a La Habana a bordo de un avión de Cubana de Aviación, un Tupolev 204, avión ruso con motor Rolls Royce y gasolina venezolana.  La voz interior había aparecido de nuevo para retarme. “¡Cobarde!, ¡Muévete, que yo sí quiero contar esa historia!”. Meses después al comenzar a escribir, volvió a aparecer, y sin pedir permiso, aquella voz se convirtió en mi “alter ego”, el personaje más chispeante de ese libro de crónicas de viaje, La Habana Sin Tacones.

El reencuentro con una compañera de la escuela a la que entrevisté en la televisión, me ofreció una historia desgarradora de violencia de género, que inmediatamente se convirtió en mi tercer manuscrito. El nombre del personaje que apenas comenzaba a imaginar, se presentó intempestivamente en las primeras diez líneas: Clarissa.

Cuando el manuscrito -escrito en tercera persona- estaba cobrando forma, ofrecí la historia a mis editores y de inmediato se interesaron; solo me pidieron que fuera corta, y que tratara de adaptarla al género novela negra, pues planeaban sacar al mercado una colección con varios escritores venezolanos. No me comprometí, pero hice el intento y al entregar el primer borrador, la respuesta de los editores fue delicadamente tajante. Clarissa era un buen manuscrito, pero le faltaban ingredientes para calzar los puntos de una novela negra.

Al cabo de varios días, volví a la máquina un poco apesadumbrada, pero con la inmensa seguridad de no estar dispuesta a obligarme a escribir algo sin sentirlo. En ese momento, como nunca antes, la voz interior me interpeló con fuerza: “¿Quién has creído que eres para contar mi historia? ¡Vamos!, ¡Comienza a escribir todo de nuevo, porque ahora la que habla soy yo!. Fue así como se perdieron muchos personajes y casi todas las subtramas que había tejido gracias a la voz del narrador omnisciente. Ahora Clarissa tomaba las riendas del relato en primera persona.

Sin chistar, me abandoné ante aquella orden, que además no fue la única. Con el correr de los días, Clarissa dispuso que no formaría parte de ninguna colección de novelas. Ella reclamaba su propio espacio y su tiempo. Marchaba a su ritmo y marchaba bien; la que sentía que había perdido la cordura era yo. Llamé a la editorial, y me disculpé. No llegaría a tiempo para la fecha programada, y tampoco podría garantizar una novela negra. Para aquel momento, estaba absolutamente secuestrada por Clarissa. Ella mandaba, y yo obedecía ciega, prácticamente sin saber a dónde iba.

Más de una vez tuve que parar para salir a tomar aire y regularizar mis pulsaciones. Cada escena de violencia y de acoso me dejaba extenuada emocionalmente. A diferencia de aquella amiga que me había contado su historia, Clarissa fue capaz de intentar matar a su agresor tras perder dos demandas en los tribunales. Terminó en la cárcel acusada de homicidio dos días después de haber ganado finalmente el tercer juicio, en un tribunal que su marido ya no pudo sobornar. Tras escuchar la sentencia condenatoria, Marco cayó al suelo fulminado por un paro respiratorio. Clarissa había estado colocando pequeñas dosis de veneno en su comida diaria. Ha sido curioso; muchas personas creen que es una historia autobiográfica, y cuando he aclarado que no es así, comentan que parece que los golpes me los hubieran dado a mí.

Nunca compartí con nadie aquel proceso que a veces me hacía dudar de mi sano juicio. Por momentos me sentía absurdamente inútil tecleando sin parar y obedeciendo órdenes la mayor parte del tiempo. Estaba realmente preocupada, hasta una mañana en la que providencialmente entrevisté en la radio a la escritora venezolana Ana Teresa Torres, a propósito de la presentación de El Oficio por Dentro, su nuevo libro.

Ana Teresa, una escritora de oficio como pocas, es autora de El Exilio del tiempo y Doña Inés contra el Olvido, por solo citar dos de sus novelas y no ahondar en sus ensayos. Es Individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua y ha recibido el premio de la Fundación Anna Seghers de Berlín por su obra en general. Ana Teresa Torres, además de ser escritora, es psicoanalista.

Luego de la entrevista aquel día de noviembre de 2012, me regaló el libro, y a medida que fui revisando sus páginas, descubrí que me había regalado también el mejor antídoto contra la incertidumbre que me producía mi propio secuestro a manos de Clarissa, y la inquietud ante todas aquellas voces de los libros anteriores. El Oficio por Dentro es una recopilación antológica de su pensamiento literario, aunque es muchas otras cosas más.

“No puedo ponerme a escribir si no siento que una voz me está llamando y pide que la consigne (…) me parece que alguien me está dictando y que lo que estoy escribiendo no es exactamente lo que quería escribir”. Esas dos frases que se adelantan desde el prólogo, fueron la revelación más importante que he tenido desde que descubrí la verdadera identidad del niño Jesús. Pero, además, a través de Ana Teresa y su libro, llegaron otras, como esta de la de la novelista estadounidense Jane Smiley, que propone una interesante definición: la novela es, por encima de todo, una experiencia intensa de prolongada intimidad con otra conciencia.

A medida que avanzaba mi viaje de descubrimiento por las páginas del libro de Ana Teresa, nuevas revelaciones fueron bajando de a poco mi nivel de incertidumbre, y al mismo tiempo, elevando mi auto estima literaria. “Muchas veces, el que dicta va estableciendo su propio discurso, porque ese que dicta es una voz, pero también es una persona, un personaje, y se va imponiendo con su propia lógica para crear la obligación de obedecerlo; los personajes no son tan dóciles como uno cree; no son títeres del escritor, sino que van tomando la batuta, creando sus escenarios, sus decisiones, y metiéndose en discursos que no habíamos anticipado. A veces el personaje va por otro lado y no por donde queríamos, y si tratamos de obligarlo, se perturba. A esto lo llamo la máquina del lenguaje. Esto nos coloca en una doble posición: por un lado, dejarlo ir, y al mismo tiempo mantener una cierta negociación para que no nos cambie por completo todo el plan. (…) El personaje es libre, pero no puede dejarse de su cuenta porque puede ocasionar una escritura descontrolada”.

Podría ocupar todo el espacio del mundo haciendo citas de este maravilloso libro que desplazó a todos los que tenía de cabecera y me ayudó a conjurar mis fantasmas. Con cada página, fueron apareciendo nuevas revelaciones que me hicieron dar marcha atrás y reinstalar el proceso que había vivido con cada uno de mis propios libros.

Ya no tuve más aprensión ante el secuestro de Clarissa. Aunque confieso que no fue fácil, El Oficio por Dentro me ayudó a no dejarla de su cuenta.  Para el final abierto e inesperado de Días de Rojo con relación a la muerte de Mauricio, también encontré una explicación en el libro: “la escritura puede proporcionarnos un sentido que es como un relámpago que nos atraviesa muy de vez en cuando; ese minuto esplendoroso en que recorremos un paisaje ajeno y nos miramos desde otro que queda atrás mientras el tren avanza”. Al terminar el último párrafo de la novela, Irene, su protagonista, me dijo: “Está muy bien que hayas sembrado la duda con la desaparición del supuesto cadáver de Mauricio. Tu sabes que no puedes matarlo; tu sabes perfectamente que Mauricio es el padre de tu hija”.